miércoles, 8 de octubre de 2008

Hambrientos de identidad

Yorch!, ven, ya me trajeron mi carro!, exclamó mi jefe sacándome de concentración. Me levanté de mi lugar y caminé hacia el estacionamiento de autos de prueba de mi departamento. Atentamente, mi jefe no me esperó, caminaba lo suficientemente rápido para permanecer en la categoría de “caminar”. Un poco más y hubiera corrido, algo que hubiera llamado la atención y que, en los que lo hubieran visto y concluido la razón de su corretiza, hubiera causado risa y burla. Salgo al estacionamiento y ahí estaba, sinceramente creí que era un ferrari, pero no, (aunque si entramos en discusiones de forma y sustancia, modo y esencia, en esencia y sustancia era lo mismo, mas no en forma y modo. Bueno, ya le paro, pues), resultó ser un Porsche Carrera GT. Habían ya como cuatro merodeándolo, y no dejaba de llegar gente, incluyéndonos. Lo rodeamos, y en eso, el conductor, un compañero mío, aceleró el motor que tengo que reconocer, si me impactó, era varias veces la intensidad de una moto deportiva, pero estilizado. La reacción de los colegas para no variar, me llamó la atención y eso es lo que hoy, te vengo a narrar, lector.
Richard Negrete (el nombre en inglés, un exceso de un compañero mío, el de la coleta y yo para satirizar a los cuates haciendolos pasar por chicanos), había quedado suspendido en el tiempo, contemplando el auto, dejando consumir su cigarro. Permaneció en ese estado de conservación física hasta que en algún momento se rasco la oreja y para después acariciarse la patilla ausente y palpar la suavidad de su piel (la cual tenía en ese lugar un tono más claro) y reconocer la efectividad de sus rastrillos. Otro, Charly Rodríguez, hablaba sólo como si todos lo escucharan a volumen de voz casi audible: “Carrera GT..., 600 caballos de fuerza, no chingues...., está precioso...., y el precio..., 500,000 dólares..., nada más...., no chingues....”. Brian Zamudio, se llevó la mano a la cabeza y permaneció en ese estado hablando en voz baja. En este breve lapso de tiempo había llegado más gente y todos, como unos intelectuales, como unos estudiosos de arte, permanecían en frente del auto analizando, observando, cada quien haciendo comentarios que los otros no escuchaban. Era esa clásica dinámica en que todos están haciendo sus observaciones y alguien dice algo y es de inmediato secundado por otro y otro sigue con su comentario personal, “checa los discos”, “no manches, el spoiler...”, “el motor está impresionante....”, pero que al final no hay una escucha efectiva entre todos. El conductor volvió a sonar el motor del carro. El resultado fue emocionante. Los comentarios sonaron al mismo tiempo, en las caras de todos se veía una risa nerviosa de excitación. Alguien junto a mí dijo algo que a mí no se me hizo una broma ingeniosa y que no me hizo reir. Dijo dirigiéndose al conductor: “Vaya, hasta que me trajiste mi carro!”, (en ese momento me acordé de mi jefe), sólo como dos se rieron, lo dijo en un tono en el cual no muchos escucharon. Uno de los que escuchó, dijo en voz alta y haciendo un ademán bajando la mano como si le hablara a un niño que no oye bien: “Vaya, hasta que me trajiste mi carro!”, todos empezaron a reir (el observador, yo, declaro haber detectado risas nerviosas). Empecé a reir cuando ví que el autor original (que per sé, no es tan “broma original”, pero bueno, eso lo atacaré en un texto que pronto elaboraré, y espero leas, lector, llamado “Teoría de unicidad”), retomo, cuando ví que el autor original de la broma reía como si nunca hubiera escuchado una broma, misma que el había dicho anteriormente. Brian Zamudio seguía acariciándose la cabeza, pero esta vez, silbaba una melodía. Llegó Andrea, una compañera y se paró junto a mí, vio a Don Porsche Carrera GT y con indiferencia total, mostrando total falta de respeto para los presentes, dijo: “qué?!, qué tiene ese carro?!, por qué tanto escándalo, es un carro y ya?!, además está tan chaparro que no pasará los topes de Atlixco...”. Nadie volteó a ver de donde provenía tan desconsiderado pero perturbador (por real) comentario. Aunque Don Porsche no era suyo y posiblemente mañana se iría, querían seguir admirando, construyendo sueños fugaces. Como era nuestra área y nuestro colega lo manejaba, apañamos sin dudar los dos asientos en cuanto el se bajó para hablar con los mecánicos ante las miradas de envidia infantil. Un día antes, había ido con el ortopedista quien me dio una cátedra de posiciones sanas (...), y evitar el dolor lumbar. Me hizo actuar el cómo me subía a mi carro para corregirme. No es tan difícil de imaginar, lector, tan sólo imagina a tu servilleta fingiendo subir a un caballo, (pero esto después de jugarle una broma a la lógica y creer que para entrar a un carro por el lado conductor, se sube primero la pierna izquierda. El doctor tosió al ver este detalle). El punto es que el doctor me dijo: “No, Jorge, eso es incorrecto...(hablándome como si yo fuera un anciano necio o un adolescente que vive en la inconciencia), mira, primero, sientas las nalgas, luego metes las piernas.... Después me hizo actuarlo y decidí seguir su procedimiento para entrar en Don Porsche. Fue algo embarazoso por que el carro es extremadamente bajo, y el cuadro que desarrollé era extrañamente erótico-cómico. Abrí la puerta y mis nalgas eran detenidas por el marco del techo del carro, rápidamente, bajé el cuerpo y traté de entrar en reversa (aventándome de nachas), pero me dí cuenta que me iba a dar un buen golpe e iba a dar un espectáculo único. Mi espalda, mientras yo me decidía, empezó a doler. Me levanté ante la mirada extrañada de algunos, y con una sonrisa estúpida dedicada a mi doctor donde quiera que esté, entré al Don Porsche imitando la técnica de la montada de caballo. Una vez adentro, mi compañero, el de la coleta empezó a acelerar el carro el cual se torcía como si estuviera poseído. No lo puedo negar, un carro muy bonito aunque muy al ras del suelo y limitado de espacio, pero al fin carro de pistas. Asientos ergonómicos pero muy justos. Como si me leyera la mente, mi compañero, el de la coleta (hombre de mi estatura pero que le pega a los 90kgs), dice: “oye, ingeniero....(empieza a reirse pero tapándose la sonrisa con la mano como tratando de hacerla discreta), no chingues!, los asientos están bien chiquitos, no me caben las nalgas, estoy todo torsido y se me está encajando un cachete del asiento (nombre vulgar de la parte de los asientos que abraza la zona lumbo-dorsal. No olvidar, estoy fresco de la cita con el ortopedista). Imagínate, ingeniero, si me compro un carro como estos, voy a tener que poner el asiento en la sala y meterle una silla de memelera al carro para que soporte la geometría de mis propiedades innatas...., o meterle un cojín al menos”. Ví a Brian Zamudio por el retrovisor, quien seguía acariciándose la cabeza observando a Don Porsche.
Me bajé y de inmediato entraron al auto otros compañeros de mi área, y así siguió esa analogía de los niños que quieren subir a la llama o el elefante o la jirafa.
Al final del día, el de la coleta, comenzó: “a ver, Jimy, qué hizo que tu día valiera la pena”, “Tú lo sabes, tú lo sabes!!!!...pero no entiendo por que trajeron mi carro hasta mi trabajo” (recordé a mi jefe), pocos variaron de esa respuesta que hacía alusión a Don Porsche.

Hoy en la mañana fui a recoger un disco junto a una máquina de prueba y ahí estaba Don Porsche, asistido por sus admiradores. Uno que conozco, me dijo: “ya me subí.., está bien chingón!!”. Un amigo suyo, dijo: “ya deja de chulear mi carro” (me acordé de mi jefe) y varios rieron, en ese momento, empecé a reir con ellos. Reimos, como unos niños.


Don Porsche, un objeto que se volvió en un símbolo de trascendencia, en una excepción de lo predecible, en lo nuevo en la historia de la vida del individuo, en una situación de estatus, el simple hecho de subirse, y mucho mejor si lo aceleraste. Un poco de poder, insisto, un poco de trascendencia. “Ya me aventé del bungee...., ya me subí a un Carrera GT....”. Un poco de existir para los demás, pero sobre todo un poco de existir para uno mismo. Y todo a partir de un objeto.

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