martes, 3 de mayo de 2011

El secreto

Pamela tiene la acostumbrada infancia de cualquier hija de un divorcio prematuro. Nunca conoció a su padre y su madre, trabajadora, resultó buena para la política: de ventanilla pasó a cajera, de ahí a secretaria, después a amante y luego a novia oficial de un senador que la encaramó en una curul del congreso local. El senador se fue con su nueva secretaria y ella se hizo regidora, luego congresista y luego regidora de nuevo.




Uno de los varios novios de mamá transforma la vida de Pamela cuando, con dulcecitos y palabras cómplices de amor secreto, le seduce la ignorancia cosquillosa de sus tiernos 9 años. Ella pierde la inocencia entre juegos a escondidas, muchos regalos, chistes picantes y una sensación ardorosa entre las piernas que, un tiempo después, reconoce como culpa y emoción. Ese “novio” la prefiere a ella y busca cualquier excusa para estar a solas. Todo el juego se convierte en un secreto (y todo el secreto en un juego) y eso la eleva al rango de una mujer mayor. Juega al juego que su madre, en las noches de fiesta y días de guardar, encierra en las recámaras de las casas de playa apenas conteniendo el disimulo.



Pamela tiene nueve años y la infancia se ha terminado para ella.




No pasaría mucho tiempo para que este “novio-papá” se fuera y a Pamela le aterra la idea haber hecho algo malo, de no haberlo obedecido, de ser la culpable. Siente con mucha fuerza y más que nunca el abandono. Tiene miedo de nunca volver a ser cómplice y ser parte de algo. Y entonces intenta incluir a la mamá en el secreto (y hacerla también su cómplice) y ésta se vuelve una furia descargando en su cuerpo golpes y manotazos mientras le grita niña mentirosa y puerca.



Nunca, nunca, nunca se vuelve a mencionar el tema.



El secreto se vuelve un tabú para ella misma, que a veces se pregunta si acaso las imágenes de sus sueños serán pesadillas. Es entonces que (sin su permiso ni voluntad) su mente desconoce el episodio como propio y lo borra para siempre. Pero no la ansiedad, pero no la emoción, pero no la culpa. No borra su certeza de ser mujer (quién pudiera) ni las cosquillas bajo el ombligo cuando un hombre la mira de esa manera, con esas ganas, cuando la tocan, cuando la acarician, cuando la beben. Emociones tan intensas la despiertan. Amplio espectro entre el rencor y el amor, entre la culpa y el miedo, entre la risa y el olvido. Su adolescencia temprana comienza de golpe. Sin proponérselo se pasa horas frente al espejo ensayando formas de decir, de sonreír, de vislumbrar, de soportar. Levantando las nalgas para mejor ver, mejor andar y mejor provocar. Y su cabeza se llena de preguntas sin respuesta, de preguntas sin pregunta, de conclusiones vagas pero suficientes. A las sensaciones de soledad las mata con música a todo volumen, series de televisión y con ensoñaciones de diálogos en donde ella es la actriz principal (la nueva princesa de los cuentos; la protagonista de cualquier película).




El cuerpo de la niña apresura un rápido desarrollo para merecer a la mente de la mujer. Y con los 11 años encima, el perfil se le vuelve sinuoso: los senos crecen hasta exigir sostén (y presumir el escote), las nalgas se redondean lo suficiente para enmarcar los pantalones y las faldas se hacen cortas para mostrar las bien torneadas piernas. Las miradas y el interés que despierta se convierten en su alimento, en su intención diaria, en su meta máxima.




Mamá, al principio, le soslaya y le alienta sus conductas porque intuye una identificación con ella misma. Su pequeñita se está volviendo una mujer y eso le quita la responsabilidad de ser mamá, una función para la que nunca se sintió preparada. El final de la infancia de su hija le supone una victoria para su deteriorada autoestima. La hija “madurita” ya se puede cuidar sola y la libertad que eso presume es impagable. Toda la culpa y los miedos son escondidos en algún lugar de la memoria. Olvidaría, al paso de unos meses, el motivo de aquella paliza (sólo una de tantas) y practicaría, sin quererlo, el sutil arte de la negación (ah, ese maravilloso mecanismo de defensa) por miedo a ver, por miedo a despertar, por miedo a permitirse un fracaso como madre. Era lo único que como mamá siempre supo hacer bien: dejar pasar.




Y con ello comenzaría el (también) sutil pero incontenible alejamiento entre ellas. Negar las evidencias se convirtió en obligación familiar y nunca más se atreverían –siquiera lo intentarían– abandonar esa tradición.




De Una novela de Pamela. (Fragmento)



Angel de Dios Ríos

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