Algo me gustaba mucho de estar con Laura. En el momento que estaba con ella, me volvía invisible. Ella hacía sus cosas, salía de la recámara, acomodaba su ropa, etcétera. Se acostaba en la cama y estaba en su computadora. Como si yo no estuviera ahí, una exquisita comunicación en silencio. Realmente no había nada que hablar. A veces, esa realidad me gustaba corromperla imaginando que en realidad yo no existía físicamente ahí. Eso le daba un toque siniestro a la escena.
Volviendo a mi viaje, siempre me pasaba lo mismo, perdía la noción del tiempo. Cuando entraba en conciencia del presente, como un pez resbaladizo en las manos, me era imposible determinar un "ahora", sujetarlo y contemplarlo. Eso me gustaba, me hacía cuestionar la factibilidad del concepto social del tiempo cuando lo tratamos de entender en el conciente interno. El tiempo como un límite social, un regulador, pero en el ambiente interno, en la realidad interna donde no entra el trabajo, las citas, la comida, la cena, el día o la noche, la gente; el tiempo es irrelevante.
Conga, la gata me cayó encima. Se me acurrucaba y la contemplé. Me dí cuenta en tanta sabiduría guardada en la naturaleza, en los organismos vivos, la respiración, la reacción a las caricias, los ojos cerrados. La armonía del conjunto. Tantas señales en todos lados, la gran sabiduría que era ignorada por la inercia tan fuerte de la sociedad y sus medios, la iglesia, la herencia cultural familiar, ese inconciente colectivo...
Concluí que realmente estar solo es un placer, como fumar. Posiblemente eso es lo que más extraño de fumar, los momentos de introspección y reflexión, las conclusiones. Para llegar a ese paraíso interno, es necesario abatir el sentimiento de culpa de no pertenecer socialmente a la multitud (la cual rechazo al estar la media social embrutecida por banalidades). Existe la interaccion sana, pero sólo con espíritus no convencionales, con los vanguardistas, con los que son ellos, no máscaras o botargas.
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